Los debates que hemos atestiguado no han servido para que los electores puedan informarse y contrastar la oferta política de los aspirantes a un cargo de elección popular. Se han convertido en un espectáculo morboso en el que las propuestas pasan a segundo término porque lo que predomina son los ataques que buscan dañar la imagen del adversario.
Los debates deberían servir para comparar propuestas que contribuyan a que los ciudadanos emitan un voto consciente e informado. Pero lamentablemente lo que hemos visto no está contribuyendo a este objetivo. Daña la calidad de los debates un formato rígido que se convierte en una camisa de fuerza que hace imposible un auténtico ejercicio de comunicación con los electores. Esto explica el poco interés que despiertan. Está comprobado que las audiencias que escuchan o ven un debate son bajísimas, apenas unos cuantos miles. Al mismo tiempo la participación de muchos candidatos, incluidos aquellos que son poco competitivos y que participan de relleno, hace imposible que los debates sean productivos e interesantes.
Participar en un debate es una decisión estratégica que cada candidato debe valorar con mucho cuidado. A un competidor que va en primer lugar (según las encuestas) no le conviene acudir a un debate en el que indudablemente le echarán montón el resto de los contendientes. Tiene mucho que perder y poco que ganar. Pero además, tómese en cuenta que los debates no son obligatorios, son opcionales. Sobre todo si no los organiza la autoridad electoral (el CEEPC). Si un candidato no acude a la cita será criticado, pero el daño que sufre no es letal, las murmuraciones que se desatan se convierten apenas en un rasguño.
Hay estudios que comprueban que los debates producen varios efectos. Uno de ellos es que contribuyen a confirmar preferencias que ya han sido tomadas con anticipación por los electores, es decir, sólo fortalecen una decisión ya tomada. En quiénes sí influyen es en ese segmento de electores indecisos que a estas alturas de la competencia se estiman en un 10% (me estoy refiriendo a la elección de gobernador).
Hay otra razón de peso que un candidato valora para no acudir a un debate. En el transcurso de la campaña, cuando ya ha transcurrido más de la mitad del tiempo que la ley permite para hacer proselitismo, los candidatos han debatido, dialogado, escuchado y tomado en cuenta las propuestas, críticas y denuncias que los ciudadanos les han hecho en mítines, reuniones privadas, foros de consulta y comentarios en corto. Así que el argumento que sostiene que el debate más importante se da con los electores es válido. Los votantes son los que al final deciden quién debe gobernar.
Un candidato o candidata que a 20 días de las votaciones se ubica en primer lugar tiende a proteger lo que ya ha ganado. Sería tonto e ingenuo arriesgar este dominio. Ir a un debate en el que sus adversarios pueden arrojarle a la cara información o expedientes oscuros puede ocasionar un daño irreparable que ponga en peligro sus posibilidades de triunfo. Así que acudir o no a un debate es una decisión estratégica que todo candidato debe valorar con cabeza fría.
Todos los candidatos y candidatas tienen algo en lo que son vulnerables; debilidades y pecados que si son expuestos con inquina y refinada teatralización pueden convertirse en un ataúd en el que se entierren sus aspiraciones. Hay que recordar que la política la hacen los hombres y no los ángeles del cielo.