- Al futuro, Monterrey enfrenta retos urbanísticos y ambientales.
- Gobernanza y democracia, que hoy parecen insuperables cuando llegue a sus 450 años de existencia.
Por Rogelio Ríos
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A 428 años de su fundación, celebro el aniversario de mi “ciudad de corazón” con un breve relato de cómo llegué a ser regiomontano y por qué lo disfruto y padezco a la vez.
Hijo de padre norteño (Monterrey) y madre sureña (Tapachula, en donde yo nací), no alcanzo a percibir cómo las coincidencias de la vida los hicieron juntarse y formar una familia que, antes de llegar a tierras regias, peregrinó desde Chiapas, pasó por el Puerto de Veracruz, la gran Ciudad de México y recaló en la Sultana del Norte. ¡Vaya viaje!
Apenas pusimos el pie mis hermanos, mi madre y yo en la Central de Autobuses, sentí de inmediato, se los juro, un viento de calor de hogar en la ciudad, como si ella me dijera “ya estás en casa”, y como si mi padre, quien se había adelantado en la mudanza, supiera que nos había traído a nuestro destino final.
Era el año de 1974, hace ya medio siglo. De inmediato, antes de llegar a la nueva casa, papá nos llevó a “almorzar” al Restaurante AL, sobre la Calzada Madero, ya adivinarán ustedes: machacadito con huevo, tortillas y gorditas de harina, café y jugo de naranja, en un lugar que tenía el ambiente de cocina de una casa.
En el recorrido a la Colonia Roma Sur pasamos por el Arco de Independencia (“La Mona”), la Plaza Zaragoza y el Tec de Monterrey. A las 10 de la mañana ya se sentía fuerte el sol (llegamos en un mes de julio), intenso pero distinto al calor veracruzano que había sentido de niño.
Bien, pues desde hace 50 años, con una tortilla de harina en la mano y devorando un machacado, empezaron a forjarse mis credenciales “regias”, por las cuales tuve que pelear, no se crean que fue así de fácil.
Mi historia familiar es de inmigrantes, aunque mi padre era regiomontano, que venimos a vivir, en el extenso sentido de la palabra, a esta ciudad, no a invadirla.
Yo jamás me sentí intruso ni invasor y libré discusiones contra quienes, como se acostumbraba antes, hacían distinciones entre “regios” nacidos aquí y “los de fuera”, como si fueran dos categorías desiguales y ser nativo era lo superior.
Nada de eso nos impidió abrazar por completo a la Sultana del Norte. El calor de la familia paterna no hizo distinción alguna, al contrario, se esforzó por hacernos sentir bienvenidos.
Poco a poco, sin darme cuenta, mi acento cambió, el vocabulario adoptó los diez mil giros locales (“me da una soda, por favor”, “esto está ¡con madre!”, etc), la vida familiar se forjó entre carnes asadas con arrachera y agujas norteñas, salsa de molcajete, reuniones de amigos, la secundaria en la Torres Bodet y la Prepa 15 Florida de la UANL).
¡Ah!, se me olvidó mencionar cuando mi padre nos llevó a los tres hermanos a tomar una cerveza al Salón Indio Azteca, la primera cantina que conocí en mi vida a los 15 años. Excuso decir que salí transformado de esa experiencia, similar a la de muchos amigos míos.
Entonces, ¿cómo se siente ser regiomontano? Después de medio siglo de regiomontanidad, puedo comentar un par de cosas al respecto.
Empezaría por decir que lo valioso de Monterrey se encuentra en su gente, entre las personas mismas que, ya sea nativas o migrantes, no dudan en mostrarse solidarias entre ellas y ayudarse en lo que puedan.
A pesar de los cambios urbanos en Monterrey, su enorme extensión y el crecimiento de las viviendas verticales, persiste una red de lazos sociales que la sigue haciendo atractiva para vivir.
Por otra parte, las idílicas calles semivacías y avenidas cuyo tráfico “no se compara al Distrito Federal”, como decían antes, desaparecieron por completo. Vivimos en 2024 en una ciudad saturada de tráfico vehicular, altamente contaminada e insegura.
Como un plus, la clase política nuevoleonesa le ha fallado a su sociedad. El Congreso del Estado apenas sale de una parálisis legislativa de siete meses, el Gobernador García se enfrenta a un juicio político y son escasos los alcaldes de la zona metropolitana que presentan buenas cuentas en su gestión gubernamental.
Rumbo al futuro, Monterrey enfrenta retos urbanísticos y ambientales, de gobernanza y democracia, que hoy parecen insuperables cuando llegue a sus 450 años de existencia.
Pero, si me permiten decirlo, yo no cambio a mi ciudad por nada. Prefiero verla arreglada y bonita en los días de fiesta, olorosa a carnes asadas en el fin de semana, llena de pujanza de negocios, ingeniosa en sus giros al hablar (¿”Qué ocupas, compadre?”) y regia, muy regia, al fin y al cabo.
¡Feliz aniversario, Monterrey!.